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Leyendas, pero muy mías

Título: El gigante de Balvanera y otras leyendas urbanas

Autora: Sol Silvestre

Ilustrador:Luis Marcelo Morais

Editorial: La brujita de papel

Solo tapa

Como no puedo reseñarme a mí misma, les dejo un video en el que estoy leyendo la primera leyenda-prólogo del libro. Eso, y contarles que en estas versiones dejé las tripas. Que no voy aceptar que nadie pero nadie me diga que fui «versionista» y no una autora. Es cierto, casi todas las leyendas de este libro (todas excepto la del video) son historias conocidas, recogidas del boca en boca, de otros libros o de la web; pero siempre tienen mi impronta. Una vuelta de tuerca personal que, para bien o para mal, las vuelven mías. Gracias a la Brujita de papel, por confiar en mí. Y a Luis Marcelo Morais, por sus ilustraciones maravillosas.

¡Y GRACIAS, MARIANELA, POR ACOMPAÑARME EN LA PRESENTACIÓN Y EN LA LECTURA!

Una lectura que se las trae

Título: Pascualita Gómez (una chica que se las trae)

Autora: Mercedes Pérez Sabbi

Ilustradora: Mónica Weiss

Editorial: Comunicarte

–¿¿Qué estás leyendo, ma??? –me dice Julián, muerto de risa. Y claro: la tapa es rosa (muy rosa); el título incluye un nombre demodé (¡en diminutivo!) y un apellido demasiado escuchado; el fondo, lleno de flores;  un personaje que surge de un collage con rayas, lunares y estampados.Y algo evoca todo ese conjunto, claro: es una tapa retro. ¡Y tan kitsch!

Esta palabra, que nació en Munich allá por 1860 y pico, hacía referencia al gusto vulgar de la nueva burguesía adinerada que se esforzaba demasiado al querer aprehender los hábitos culturales de la élite tradicional. Y el esfuerzo terminaba siendo una pantomima de la clase social: lo kitsch era cualquier cosa menos lo auténtico. Era un estilo sobrecargado, caótico y excesivo. Y esto se trasladó a la intención estética que recibió el mismo nombre: aun en nuestros días, al arte kitsch muchas veces se menciona con desprecio y denota lo que está en las antípodas del arte «culto».  Pero, por supuesto, siempre están los que toman el guante frente al prejuicio y lo kitsch también pasó a representar la reivindicación de la popular frente a la cultura impuesta por la clase dominante.

Y la tapa no engaña: Perez Sabbi exprime el estereotipo de la chica de barrio. Lo lleva hasta el exceso y lo hiperbólico,  como el arte kitsch. El escenario se construye con el olor del Riachuelo, la comida grasosa,  una abuela con un nombre poco chic (doña Chola). Y hasta el narrador se mofa  de la pobre Pascualita, que está demasiado preocupada por salir de donde está y no es capaz de darse cuenta de que la verdad es una farsa construida por las revistas de moda, los chismes del barrio y la televisión.

Por eso, cuando recibe un premio increíble (¡será una top model!) se convence a sí misma de que ha ganado, cuando en realidad pierde (renuncia a) su identidad.  Porque, sumisa, va aceptando todo. Hace lo que tiene que hacer para dejar de ser quien es: se transforma en una gacela (sugestivo el símbolo de femineidad, que apela al mundo árabe), se vuelve más alta y más delgada, se graba en la piel (¡literalmente!) el logo de la agencia que la llevará a la fama.

Y mientras Pascualita se va volviendo etérea e incorpórea, el enunciado se desprende de todas sus convenciones: las metáforas se literalizan y los signos de puntuación ejercen la soberanía sobre el discurso. El relato se vuelve pantomima y, por lo mismo, denuncia. El esfuerzo desmesurado por conseguir ser otro; la mirada condescendiente que «desde arriba» juzga al que se está esforzando y, por último, la reivindicación de lo popular frente a los absurdos mandatos que nos impone la moda. La tres aristas de lo kitsch en un solo relato.

Para mayores de 13, y mejor si la lectura es colectiva. Lo más rico de esta historia es, sin ninguna duda, el hecho de que el punto final invita al intercambio: a conversar, a interrogarnos, a repensar los conceptos que nos definen como seres sociales pero –sobre todo– como seres humanos.

 

Adoctrinar en contrario

Título: Prohibido ordenar

Autor: Mario Méndez

Editorial: Pequeño Editor

Colección: «Incluso los grandes»

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Sobran colecciones para adoctrinar. Que los chicos aprendan a controlar efínteres, a compartir sus juguetes, a decir la verdad, a respetar a sus mayores, a ordenar su cuarto, a colaborar en casa, a no discriminar. Hay padres y maestros, incluso, que buscan eso. La primera vez que firmé Puras mentiras en la Feria, la empleada del stand se deshizo en elogios: que había leído el libro, que qué interesante y qué bueno esto de enseñarles a los chicos los beneficios de decir la verdad. Me dio vergüenza ajena su mentira (evidentemente, el libro no lo había leído) y no me hubiera preocupado por sacarla de su confusión de no ser porque se lo recomendó a una abuela que justo andaba buscando una buena lectura para su nieta un poco mentirosa. Tuve que aclararlo antes de que abriera la billetera, noblesse oblige: Puras mentiras no es un elogio a la verdad. Al contrario. Tan al contrario que al dedicar el libro (la mujer era tan fanática de la verdad que, conmovida por mi gesto, igual lo terminó comprando)  escribí algo parecido a lo que escribo siempre: «Que tu vida se llene de puras mentiras. Con cariño, Sol».

Recibí en el facebook, al tiempo, un mensaje amoroso de esa abuela. Me decía que, al final, tenía un poco (me acuerdo puntualmente de esta mitigación: un poco) de razón. Que habían disfrutado el libro y que realmente esperaba lo mismo que yo: que en la vida de su nieta no faltaran mentiras de vez en cuando. Este tipo de anécdotas me mantienen en donde estoy. Escribiendo las historias que me gusta leer, aunque no siempre parezcan las «apropiadas».

Historias como las que se cuentan en la colección «Incluso los grandes», que está pensada para chicos (por las imágenes, por la simpleza de sus textos y el modo de encarar ciertos temas) pero que no dejan afuera al lector adulto, que también sabe apreciar el arte de una buena ilustración, la profundidad tras una frase sencilla y la utilidad de la mirada infantil para sobrevivir en este mundo que tanto cuesta entender.

En Prohibido ordenar, Mario Méndez nos cuenta la historia de Tomás. No, Tomás no es un niño. Tomás es un hombre grande, que trabaja de sereno en una fábrica y a contramano de los tiempos de familia: llega a su casa al amanecer, cuando sus hijas todavía no se levantan para ir a la escuela y él tiene que conformarse, entonces, con arroparlas un instante para sentir que está presente.

La historia se cifra en el desorden. Un desorden que no es mala palabra, a pesar de que a priori el concepto nos lleva a hacer asociaciones que lo desprestigian. La cultura en la que vivimos inmersos nos incita a hacerlo: desorden alimentario, desorden en la vía pública, desorden mental: el desorden parece enemigo de la salud y la buena convivencia; suele vincularse con la suciedad y el stress. Con lo que no responde a ninguna norma ni estructura. Y para vivir en sociedad, lo sabemos, no puede imperar el caos. Por eso, tal vez, las colecciones para adoctrinar incluyen títulos como «Fulanito ordena su cuarto» y en el jardín de infantes los chicos aprenden a cantar «a ordenar, a ordenar, cada cosa en su lugar».

Pero, por suerte, la vida es bastante más compleja. Mientras circulan teorías criminalísticas como esa que dice que una ventana rota incita a que se rompa otra, que el desorden llama al desorden y que solo la disciplina nos puede salvar; proliferan también los trabajos de campo para demostrar que el desorden estimula la creatividad y la inventiva. Leí hace poco un artículo en el New York Times sobre la moda de oficinas minimalistas que pone un freno al desempeño de los empleados. Y de la vereda de enfrenta está el Feng Shui, que mira el desorden con desagrado porque obstaculiza el flujo de energía. En fin, que hay argumentos para los dos lados.

Y por eso me gusta que editoriales como Pequeño Editor se ocupen de adoctrinar en contrario. ¡Ya hay tantas que se ocupan del lugar común! Porque a lo largo de los años ha tenido más prensa el orden que el desorden, y mientras todos sabemos los beneficios del primero, sobre el segundo tenemos que detenernos a pensar. Y ese «detenernos a pensar» no es ajeno al personaje. Porque Tomás, al principio, se enoja un poco. ¿Por qué sus hijas no recogieron nada? ¿Por qué, su mujer, incluso, parece haber fomentado el caos de muñecas, peluches, figuritas, rompecabezas, bloques con los que él se tropieza al entrar? ¿Es posible tal desconsideración? Pero así como pasó del cansancio al enojo, enseguida (mientras va juntando) Tomás se da cuenta de que el desorden, al fin y al cabo, no es tan terrible ni tan malo. Ahora sabe, por ejemplo, a qué jugaron sus hijas mientras él no estaba. Sabe qué muñeca arrulló Laura y qué dibujó Daniela, aunque él no estuvo allí para verlas hacer. Y puede también, a través de esos mismos objetos desperdigados, hacer memoria. Recordar el olor de un perfume que se ha quedado impregnado en un peluche; o la cuna que ya no está, gracias a un juguete maltrecho que en otro tiempo fue nuevo.

Y mientras miro la última imagen de Mariano Diaz Prieto; a Tomás observando embelesado la palma de su mano, donde están jugando sus hijas y su mujer (¡Qué bien cuándo los ilustradores logran estas metáforas!) recuerdo unos versos del padre de Blanca Cota (¡Sí, de Blanca Cota! Porque, otra vez, la vida es compleja y entre mis lecturas de una carrera en Letras mi memoria también recoge aquello que la academia ignora): «Dios te libre, mujer/de la casa sin ruidos/de la mesa sin manchas/del patio arregladito/de la sala en que yacen los juguetes dormidos/Dios te libre./Cuando eso se consigue, no hay niños/ la vejez ha llegado/el ensueño ha partido/y en los bronces que brillan/y en los zócalos limpios/se pasea el recuerdo hecho sombra/ ¡Bendito el desorden, que es vida!».

Y salud, porque en este mundo hay lugar para el feng shui y para el caos.

El día después

Título: El muro

Autor: Klaus Kordon

Editorial: Cántaro

Colección: «Aldea Literaria»

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Yo estaba terminando la primaria cuando cayó el muro de Berlín y a los pocos días, cuando en los noticieros no se hablaba de otra cosa, falleció mi abuela y el mundo para mí se redujo eso. Qué me importaba Alemania y sus dos mitades; esa estúpida pared que, por las imágenes, no era muy distinta a la que se elevaba frente a la estación de Castelar: llena de colores y dibujos raros. Tengo el recuerdo de un chico de campera negra en la pantalla del televisor, pegando martillazos contra aquel muro que no me parecía tan feo. Y yo no terminaba de entender toda esa furia. Aquello que pasaba al otro lado del planeta me parecía tan raro, intrascendente y confuso.

En el secundario me hablaron de la guerra y de Hitler y del Holocausto, pero no sé si me hablaron del muro. La Historia se terminaba, para mí, con la rendición alemana. Cómo se las había arreglado Alemania de ahí en más, es algo que yo no me había preguntado. Del mismo modo que no me preguntaba cómo era el día siguiente después del «Felices para siempre» de los cuentos de hadas.

Este libro nos habla de ese día después. De los alemanes que no son los del Reich pero viven con el resultado de aquella guerra. Temerosos, divididos, resignados a sobrevivir sin preguntar demasiado. Y más allá de cualquier ideología política –la capitalista Berlín occidental o la comunista Berlín oriental– rescato el mensaje que importa: basta de divisiones. Porque ninguna economía es perfecta, porque las dos son en alguna medida injustas y porque no podemos vivir como si el «otro» no mereciera existir.

La trama es vieja. Una historia de Montescos y Capuletos: la familia que pone el grito en el cielo y ellos que encuentran el modo de sortear las dificultades (léase: la vigilancia, la censura, el relato que una y otra política imponen). Un muro real y otro imaginario que los mismos pueblos han levantado a fuerza de amenazas, prejuicios y viejos rencores.

Me gustó la construcción de los personajes: la mirada romántica del abuelo Haase, a quien no podemos creerle demasiado. El discurso conciliador del padre de Matu que toma distancia de su propia ideología para darse cuenta de que, a uno y otro lado del muro, se  cometen errores.  La madre ultranacionalista que se indigna ante la agresión física pero no desdeña otros tipos de violencia (como romper una carta en miles de pedazos, donde no había más que un gesto de amistad). Y también me gustó Bobby (el niño turco) aunque hubiera preferido que el autor confiara un poco más en sus lectores: tanto se insiste en que está mal discriminar, en que todos somos iguales y Bobby no merece un trato distinto a los demás, que es inevitable entenderlo como un «otro», un alemán que es un extranjero y que siempre lo será.

Los personajes principales son creíbles. Están muy bien pintados, por ejemplo, el pudor en la adolescencia y a la vez la madurez incipiente que a los padres, a veces, les cuesta detectar. Me gustó que la historia no se planteara como un caso de amor pasional sino como un canto a la amistad. Y de lo mejor, el tópico de la botella en el mar, que apenas recorre unos kilómetros y llega, sin embargo, tan pero tan lejos.

Para chicos mayores de 12. Y adultos como yo, que a veces andan distraídos y se olvidan de repasar algunos momentos claves de la historia universal. De esos que nos enseñan a ser mejores personas.

 

Con luz propia

Título: El sol escondido

Autora: Carolina Tosi

Ilustradora: Carolina Pratto

Editorial: Edebé

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Hablar de las diferencias en LIJ no es nada fácil. Por más de una razón: por un lado, las campañas para crear consciencia que están llenas de buenas intenciones pero terminan volviendo invisible la cuestión de tanto repetir hasta el cansancio que todos somos distintos y hay que ser más empáticos y solidarios. Por otro lado, es muy difícil no «bajar línea».  Y esto de bajar línea para muchos promotores de lecturas y lijeros de moda se ha vuelto poco menos que un pecado mortal.

¿Si estoy de acuerdo con esta postura? Para nada. No me gustan los relatos con moralina y también me molestan los narradores o los personajes que levantan el dedo para darnos cátedra de esta o aquella cuestión. Pero no exageremos: los «valores» no son enemigos de la LIJ.  Nos perderíamos muchos libros maravillosos si así fuera. Basta con mencionar algunos ejemplos: Bilimbambudín, Solgo, El espejo africano nos enseñan cosas. Y pensándolo mejor, creo que en mi caso particular son precisamente esos libros, los que me interpelan y me generan algún tipo de reacción, los que yo prefiero. A mí me gustan los libros con valores. Los BUENOS libros con valores, claro.

Porque además de valores tienen que tener otras cosas (creo que en eso se resume la gran discusión: estamos llenos de libros con valores que ahí se agotan). El sol escondido tiene un bello mensaje, pero también hay más. Pasajes poéticos («El tiempo es como el viento de la Puna que aveces acaricia y otras sacude»), juegos con el lenguaje que extrañan la mirada para poner en evidencia que algunas cosas, como esconder las palabras, son más literales que metafóricas: ¿o no estamos de verdad perdidos cuando la voz no nos sale y callamos justo aquello que deberíamos gritar? Y hermosas, profundas, conmovedoras ilustraciones que hablan tanto como el texto, e incluso más. Basta con ver la imagen de tapa, a la hermosa Yuriana iluminada como si el sol le brillara desde adentro para espantar los grises del mundo que, indiferente, rara vez presta atención a la luz de «los otros».

 

Para mayores de 6, y hasta cualquier edad.

 

 

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Sobre todo, original

Título: Pomelo y limón

Autora: Begoña Oro

Editorial: SM

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Voy a comenzar por comentar lo que más me gustó de esta novela que ganó el Premio Gran Angular en 2011, el Premio Hache en 2012 (otorgado por un jurado de lujo: niños lectores de entre 12 y 14 años) e integró la Lista de Honor de los Premios CCEI que (según googleé) tiene bastante prestigio dentro del territorio español.

Me gustó lo que –en términos de Genette– sería el «epitexto» del libro: todo lo que no está anexado al texto y circula al aire libre en un espacio físico y social que es ilimitado. A ver: la protagonista, María Pinillas, tiene un blog y un perfil en facebook. La madre de su novio, que es una actriz súper famosa dentro de la ficción, tiene su propia página de fans. Así, dentro y fuera de la novela los personajes cobran vida y aun cuando esos espacios virtuales no llegan a resultar verosímiles en nuestro mundo efectivo (los comentarios del blog parecen guionados,  la foto de perfil de la niña es la de una adulta, la artista archiconocida tiene 49 seguidores) son una apuesta original y creativa.

Las notas al pie también invitan a hacer click: a wikipedia, a youtube, a alguna entrada del blog de la protagonista. No hice la experiencia de interrumpir la lectura, probablemente porque soy una inmigrante digital (busqué todas y cada una de las notas cuando terminé de leer el libro). Pero me imagino que los chicos irán visitando los enlaces, acorde a un modo de lectura muy de nuestros días, saltando del texto a la web y dejando la música de fondo y dispersándose (o concentrándose, está muy claro que el intelecto humano se va modificando con las tecnologías) según el gusto de cada consumidor.

Digamos que se nota en todo esto un esfuerzo por parte de la autora de acercarse a sus lectores. Es innegable que ha pensado en el destinatario (los nativos digitales) antes de sentarse a escribir. Y me gusta eso. Me gusta que un escritor tenga en cuenta a su auditorio, que intente la cercanía y un nuevo modo de contar. Y está actitud va con la autora y no solamente con el libro. Su página web (voy a usar una expresión de sus pagos que siempre me resultó simpática) mola un pegote. Más

¡La imaginación no es la mentira!

Título: Señores niños

Autor: Daniel Pennac

Editorial: Mondadori 579_senores-ninos Con Pennac me pasa lo que con Giani Rodari: es tan desbordante su creatividad, tanta la pasión que se adivina detrás de su prosa, que por momentos se me antoja un poco desprolija. Como si la escritura no llegara a decodificar todo ese aluvión de ideas que el autor tiene en su cabeza. Son tantos los guiños –la educación, la paternidad, la infancia, la disciplina, la prostitución, las fuerzas policiales, la inmigración, las artes, la lectura, la religión, la orfandad, la mala praxis, los conflictos generacionales, la violencia y podría seguir– que uno termina por perderse en un laberinto de reflexiones que nunca se explicitan pero se sugieren, se exploran y se interrogan.

La trama es divertida y original. La historia se narra desde el Cementerio de Pere-LaChaise en París: es un muerto (padre de Igor) quien lleva la voz cantante. La figura del Profesor Crastaig es ambigua y ridícula: un buen profesor que a la vez es un fracaso.  El corolario que dispara el relato («¡La imaginación no es la mentira!») y la consigna que indica el docente para sus alumnos indisciplinados («Despierta usted cierta mañana y comprueba que, por la noche, se ha transformado en adulto. Enloquecido, corre a la habitación de sus padres. Se han transformado en niños. Cuenten la continuación) bien podrían usarse en un taller de escritura. Esa es mi sensación, en principio, de la novela: Señores niños parece el resultado de un ejercicio de taller. Un buen resultado, porque el ritmo no decae (a pesar de que no hay antagonistas ni se presentan grandes complicaciones) y la historia no se ve forzada.

La erudición del autor se pone en evidencia, aun cuando la prosa no es pretenciosa ni compleja. Y el meollo de la cuestión se plantea desde el inicio: no es necesaria la ficción pues en realidad muchas veces (demasiadas veces) los niños juegan el rol de los adultos, con increíble destreza.

La voz es amigable pero el trasfondo filosófico me parece que puede confundir a un lector sin escuela. Por eso no diría que es una lectura para niños y, por el tema, tampoco para adolescentes. Hay que ser adulto para darse cuenta de que el tópico de la infancia es una excusa para atender otras cuestiones que nos preocupan principalmente a los educadores y a los padres. Una novela interesante y llevadera. Y ensayística en su planteo, en tanto llama a la reflexión y a interrogarnos sobre los preceptos sociales y las ideologías en términos althusseanos.

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